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jueves, 8 de enero de 2009

La cuestión palestina

Por: Jorge Javier Romero

Sobre la guerra del fin de año he leído casi de todo. Desde luego, los viejos prejuicios anti-judíos que subsisten, la versión maniquea que hace al Estado de Israel un mero usurpador, sin entender las circunstancias históricas de su nacimiento, con mucho de acción defensiva frente a las ancestrales persecuciones de las cuales fueron víctimas los diversos seguidores de los ritos y creencias mosaicas, que se mantuvieron como comunidades diferenciadas pero integradas a lo largo de toda Europa, herencia de los imperios romanos de oriente y occidente.
La de Hitler no fue sino la más reciente, sin duda la más terrible de las oleadas criminales contra los hebreos. Constantemente reyes, emperadores y zares los condenaron a expulsiones cuando no los masacraron, aunque nunca con la obsesión asesina del demente que cautivó a Alemania durante unos años y llevó al mundo a la mayor catástrofe provocada intencionalmente de la existencia humana.
Sin duda, el genocidio nazi, prueba evidente de que la sicopatía puede ser compartida por grupos extensos de la población y de que los paranoicos son especialmente exitosos en la política, fue el catalizador del surgimiento del Estado de Israel, aún cuando la idea sionista es anterior, hermana menor de todos los nacionalismos del final del siglo XIX.
La demencia hitleriana se basaba en una creencia totalmente infundada, y su crueldad resulta aterradora. Sin embargo, también son un conjunto de creencias infundadas las que están detrás de la identidad judía o de la identidad palestina, y de la diferenciación entre una y otra. La incapacidad de entendimiento nacida desde la llegada de los colonos judíos a Palestina, que se asentaron con la protección británica desde la tercera década del siglo y se ha traducido en guerra permanente, tiene detrás como principal comburente las creencias religiosas y la influencia demencial de los sacerdotes de ambos cultos en las percepciones sociales y en la cultura.
No es posible entender la incapacidad de construir un arreglo estatal estable de convivencia de los israelíes y los palestinos si no se toma en cuenta, seriamente, que en el origen las diferencias son religiosas. Es la creencia en los mandamientos de profetas determinados, quienes se han pretendido voceros de dios, lo que lleva a considerar enemigos a los de enfrente. Cada vez que el conflicto entre Israel y los palestinos se exacerba es porque los religiosos de uno u otro lado lo atizan.
La religión como fundamento de la exclusión. El Estado de Israel, a pesar de ser formalmente secular, no se escapa a la definición religiosa. Y en el caso de los palestinos, los intentos de construcción de un liderazgo laico han fracasado, en medio de la corrupción atroz; entonces, la identidad comunitaria entre los más pobres la han construido los líderes religiosos más oscuros y brutales.
Los que le atribuyen todos los males de la región al Estado de Israel no toman en cuenta la responsabilidad de las propias elites palestinas, depredadoras y poco refinadas intelectualmente, incapaces de construir un orden eficaz que se haga cargo de la existencia del Estado de Israel. La dirigencia laica de los palestinos fue, durante décadas, enemiga a muerte de la existencia de Israel como un producto histórico difícilmente equiparable a una simple usurpación militar de un territorio. Finalmente, cuando estuvo dispuesta al pacto, se mostró incompetente y corrupta, poco proclive a construir un Estado basado en una dominación legal racional. Frente a este fracaso quedó la cohesión social de las creencias. No fue Israel el que impidió el surgimiento de un nuevo Estado en los territorios ocupados. Fueron las limitaciones de la clase política palestina las que hicieron fracasar los acuerdos de paz de la década de los noventa.
Hoy, son los recalcitrantes religiosos los que han tomado el control político en Gaza y tienen sitiados a los dirigentes de Cisjordania. Más allá de los agravios, que pueden ser múltiples, el hecho es que han mantenido el odio a Israel y a los judíos como elemento de cohesión y fundamento de su poder, al final de cuentas precario. En lugar de consolidar el acuerdo y avanzar en concesiones, han usado el terrorismo y los ataques contra la población vecina como método. Los que hablan sólo de la desproporción de la respuesta, no toman en cuenta que el número inferior de víctimas provocadas por los fundamentalistas al mando en Gaza sólo es producto de sus inferiores recursos militares, no de la morigeración de sus instigadores.
Es evidente que los políticos de la derecha israelí también han sido infames en su decisión de expansión y dominio; hoy mismo no han parado, mienten en cuestiones humanitarias y, aunque dice tener como objetivo a Hamas, han pasado por encima de la población civil. Desde luego que la comunidad internacional tiene que hacer todo por detener la brutalidad de la respuesta, pero de ahí a que los palestinos sean simples víctimas de una pretensión hegemónica hay un abismo.
El horror de la incursión Israelí en Gaza hace necesario reflexionar de nuevo en el destructivo papel que juegan todavía en nuestro tiempo las religiones. En 1843 el entonces joven Carlos Marx escribió un ensayo del que hoy se suele citar sólo una frase: “la religión es el opio del pueblo”; su título, La cuestión judía, es preciso: mientras no se emancipen de la religión los judíos no podrán resolver su cuestión, su problema. Lo mismo sigue siendo válido hoy tanto para los hebreos como para el resto de la humanidad. Los palestinos mismos no acabaran de encontrar su lugar en el mundo mientras sigan atados a una identidad esencialmente religiosa.
La comunidad internacional haría mucho más por la paz si contribuyera al desarrollo de un Estado palestino basado en principios laicos, a partir del apoyo abierto a las elites no religiosas de la comunidad. Sin embargo, buena parte de los países vecinos están también dominados por oligarquías que fundamentan su poder en las creencias. El fundamentalismo religioso no es un asunto menor como amenaza para la convivencia de nuestro tiempo. Cristianos de toda laya, musulmanes o judíos, tamiles o sijs, las creencias sin fundamento, basadas en leyendas ancestrales, pero asumidas como revelación de la verdad, dividen a la humanidad en bandos irreconciliables y los poderosos las siguen aprovechando para someter y humillar.

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