Por: Macky Arenas
El cañón que dispara cada día contra el país es el poder omnímodo que ha engullido a los demás. Día tras día, entre estrépitos, vomita decisiones que emanan de la voluntad de un solo hombre. No hay un piche anuncio que tenga soporte constitucional. No hay otro propósito que no sea blindar ese poder imperial. No hay una sola afirmación que no sea basada en la mentira goebbeliana. No se escucha una afirmación que no contradiga el mandato popular. Es la gran conspiración.
El cañón dispara contra los derechos humanos, contra la vida, contra la propiedad, contra el trabajo, contra la educación, contra la libre iniciativa, contra la expresión y la opinión, contra la paz ciudadana, contra la estabilidad personal e institucional del país y contra convivencia civilizada. El cañón desestabiliza.
El cañón apunta contra los venezolanos honrados, quienes a base de esfuerzo y tesón han construido su plataforma de progreso, han preservado empleos estables, han hecho planes para el futuro, han preparado a sus hijos para surgir y han adquirido sus bienes con el sudor de muchos años de trabajo y desvelos. El cañón es golpista.
El cañón tiene objetivos compulsivos y hacia ellos dirige su mira: los medios independientes y la Fe recia. La gente opina y profesa sus creencias porque son elementales, legítimas e irrenunciables apetencias humanas. Pero tanto para opinar como para practicar lo que se cree hace falta un entorno de tolerancia. Eso es incompatible con el tema del cañón. La sociedad venezolana tiene alma democrática. El cañón no cuadra. No pueden coexistir cañón y libertad.
El cañón ha impuesto su tronar para ensordecer al pueblo. Para aturdir. Para que el abuso pase bajo la mesa. Para que no se entienda nada. Para que sólo se oiga lo que oyen los sometidos. Para que no se escuche la voz de la protesta. Para que no se capte la magnitud de la miseria. Para que no se propague la indignación ante la entrega de la patria. Para que no se calibre la demolición del país. Para que no se registre el fracaso.
El cañón no desea oír pasar al pueblo pidiendo justicia, exigiendo castigo contra quienes la niegan y sentenciando para siempre a los verdugos de inocentes; el cañón pretende silenciar el ruido cuartelario. También el colectivo. El cañón tiene miedo a que se sienta el miedo de quien lo hace explotar. El cañón busca a una oligarquía en medio de la bruma que enajena su entendimiento.
El cañón arremete contra los dueños de tierras e inmuebles agazapados detrás de la falacia bullanguera, las amenazas y las reales agresiones. El cañón, desesperado, quiere ocultar el despojo, el robo, la confiscación.
El cañón suena más fuerte cuando la denuncia asoma su fea cara. El cañón ataca los símbolos con la esperanza de quebrar la persistencia: Rómulo Gallegos, símbolo de civilidad; la Iglesia, símbolo de imbatibilidad espiritual; Globovisión, símbolo de resistencia democrática en defensa del derecho a la información y la expresión. Cuando acaben los símbolos, el cañón se volverá contra sí mismo, como el escorpión, porque el veneno no perdona. Y no tendrá ya símbolos a los que aferrarse para mantener la nariz a flote. Es su destino.
Ese es el cañón. ¿Quién es el loco?
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